La agresión como factor significativo en la formación y expresión del sí mismo

Anat Gihon

Análisis Bioenergético • The Clinical Journal of the IIBA, 2018 (28), ES, 77-99

https://doi.org/10.30820/0743-4804-2018-28-ES-77 CC BY-NC-ND 4.0 www.bioenergetic-analysis.com

Resumen: En el presente artículo se examina la agresión, en el sentido amplio del término, desde la literatura psicoanalítica enfocada a la teoría y al tratamiento bioenergéticos. Se aporta material clínico para apoyar la exploración del trabajo con la agresión en los pacientes, incluidos el trabajo energético con la respiración, el enraizamiento, el establecimiento de límites y los movimientos expresivos. También se aborda la forma de tratar con la agresión en el caso de las estructuras más débiles, en el trabajo desde una matriz relacional y en relación con las cuestiones de contratransferencia.

Palabras clave: Agresión, alcanzar, asertividad, ir hacia (acercamiento), vitalidad, sexualidad

Introducción

En su monografía titulada Aggression and Violence in the Individual [Agresión y violencia en el individuo], Al Lowen nos recuerda que, aunque el significado de la agresión se asocie popularmente con la hostilidad, e incluso con la violencia, “desde el punto de vista de la personalidad, la agresión se contrapone a la pasividad”, y su significado real es “ir hacia adelante, ir hacia” (Lowen, A., 2005, p. 297).

Cuando hablo de agresión en el presente artículo, la entiendo como una carga libidinal secuencial correlacionada con el sistema muscular. Se enraíza en la respiración, que es el núcleo mismo del movimiento pulsátil voluntario. Si tiene suficiente energía disponible, la agresión arranca de la capacidad de desear y de iniciar un movimiento hacia el contacto con el exterior. Es la fuerza que nos lleva adelante en la vida, la que nos pone en movimiento para satisfacer nuestras necesidades y deseos (ibíd., p. 297) y para superar los obstáculos a ese movimiento. La agresión incluye la afirmación, sustenta la capacidad de establecer y defender los límites, y protege la integridad del sí mismo, en parte a través de sentir y expresar la ira. En un desarrollo sano, junto con otros factores como el enraizamiento, la agresión cumple una función central en la construcción de un contenedor bien equilibrado, bien delimitado y bien regulado para uno mismo. Todos los conceptos anteriores están en realidad relacionados con la auto-posesión, la autoexpresión, la autoafirmación (Lowen, A., 1983, p. 111–112), y el auto-respeto (Helfaer, P., 1998, p. 55), que son elementos necesarios para la formación de un sí mismo sano y verdadero y para el mantenimiento de relaciones respetuosas con los demás.

Ya que conservar la relación con sus padres es la necesidad existencial más profunda del niño, cuando la agresión –al menos en la mente del niño– suponga una amenaza para la existencia del contacto con ellos, esa agresión se verá a menudo bloqueada por el miedo y encontrará vías alternativas, volviéndose contra el sí mismo de distintas formas, y/o se expresará en formas destructivas, como la crítica, la rabia, el odio, la perversión o la violencia (véase el Apéndice, basado en Hilton, R. 2007, p. 167). Esto afectará la vida del individuo en prácticamente todos sus aspectos.

Cualquier encuentro significativo entre dos personas –dos personas cualesquiera– es en realidad un encuentro entre dos cuerpos: dos sí mismos, con organizaciones adaptativas únicas, que encierran en su interior una historia única de experiencias físicas, mentales y emocionales. Cada uno de esos encuentros estimula el movimiento auténtico de la vida, la organización adaptativo-defensiva y un conglomerado de recuerdos corporales-emocionales-mentales, a menudo de experiencias traumáticas, que afectarán todos ellos la calidad del encuentro. Esto se aplica a nuestros encuentros con cualquiera, incluidos nuestros pacientes, y en realidad puede entenderse como la base energética de la transferencia y de la contratransferencia. Es un elemento del que deberíamos ser conscientes cuando tenemos que ayudar a nuestros pacientes a reencontrar su movimiento auténtico. Como la agresión se detuvo porque careció de la respuesta ambiental que necesitaba, para que la terapia funcione bien es crucial que nos posicionemos con el entonamiento necesario en la relación con nuestros pacientes. Sin embargo, ser receptores de una carga como la ira, la rabia, etc., puede evocar nuestros propios traumas históricos, especialmente si, como en las vidas de muchos de quienes elegimos hacernos terapeutas, nuestros traumas tienen alguna semejanza con los traumas relacionales de nuestros pacientes. Esto se aplica especialmente a aquellos terapeutas que tuvimos que desempeñar de una u otra forma la función de cuidadores de nuestros padres.

La teoría de la agresión en el psicoanálisis

El significado y la percepción de la agresión en la literatura psicoanalítica son muy diversos. No me detendré en los muchos puntos de vista sobre la naturaleza y la función de la agresión que se han desarrollado a lo largo de la evolución del pensamiento psicoanalítico. La mayoría de los autores entienden la agresión como sinónimo de afectos negativos, como la rabia, el odio, la violencia, la destrucción, la perversión, el sadismo, la envidia y la venganza. En un extremo del espectro, se consideró como una pulsión innata, primaria y destructiva (Freud o Klein, entre otros). Freud incluso la entendió como la representación de la pulsión de muerte. En el otro extremo del espectro, en el que se encuentran analistas como Kohut y otros psicólogos del sí mismo, se entendía no como una fuerza innata, sino como una respuesta a perturbaciones del sí mismo, en particular en los casos de falta persistente de empatía en la persona que desempeña la función de objeto del sí mismo, o como reacción de defensa frente a la humillación y a la herida narcisista (Rizzuto, A. M., Meissner, W.W., Buie, D., 2004, p. 5). Otros, como Reich y más tarde Lowen, Winnicott, Rizzuto, Meissner y Buie, han clasificado la agresión como una fuerza innata al servicio de importantes necesidades psíquicas y del desarrollo. En este artículo, he optado por basarme esencialmente en la comprensión de Reich, Lowen y Winnicott que, al estudiar la agresión, se centraron en el punto de vista energético, y la asociaron con el movimiento y la vitalidad.

En La función del orgasmo, escrita en 1942, al examinar la agresión desde el punto de vista de la teoría de las pulsiones, Reich la relaciona con la vitalidad, enraizada en la sexualidad:

“La agresión, en el sentido estricto de la palabra… significa “acercamiento”. Toda… manifestación de la vida es agresiva, el acto del placer sexual tanto como el acto del odio destructivo, el acto sádico tanto como el de conseguir alimento. La agresión es la expresión vital de la musculatura, del sistema de movimiento… [y] es siempre un intento de lograr los medios para la gratificación de una necesidad vital.” (Reich, W., 1973, p. 156, cursiva de la autora)

Los aspectos más negativos de la agresión, como la destrucción, la perversión y, especialmente, el odio, son, en opinión de Reich, el resultado de una carga sexual bloqueada:

“Si se niega la gratificación a la sexualidad agresiva, la necesidad de gratificarla sigue haciéndose sentir a pesar de la negación… brota el impulso de experimentar el placer deseado a toda costa. La necesidad de agresión empieza a ahogar la necesidad de amor… El odio aparece como resultado de la exclusión del objetivo del amor original… y alcanza la máxima intensidad cuando se impide el acto de amar o ser amado. Esto es lo que transforma la intención destructiva sexualmente motivada en acción agresiva.” (ibíd., p. 156)

Posteriormente, al trasladarse una parte del enfoque de la teoría psicoanalítica de la pulsión al apego primario, cambió la forma de entender las raíces de la destrucción, la rabia, el odio, e incluso la violencia. La teoría psicoanalítica pasó de entender la raíz de la destrucción como pura sexualidad bloqueada a considerar que se origina en faltas de entonamiento de los otros significativos del entorno del niño. Ese fallo en las personas del entorno del niño puede tomar la forma de una falta de empatía o de un fallo de entonamiento, o de un comportamiento que humilla y disminuye al niño, o de una invasión que viola los límites del niño. También puede provenir de la identificación del niño con la destructividad del padre o la madre y de las introyecciones de las fuerzas destructivas presentes en ellos.

La formulación de la agresión por Lowen se apoya en el significado etimológico de la palabra: “ir hacia adelante, ir hacia”. “Consideramos que una persona es agresiva cuando se pone en marcha o alarga el brazo para tomar lo que satisface sus necesidades” (Lowen, A., 2005, p. 297) “y para su placer” (ibíd. p. 299). “Respirar, mamar, moverse en busca de contacto, y también la asertividad, el establecimiento de límites, la expresión de la ira y la sexualidad se consideran funciones agresivas” (ibíd. p. 299, 302).

En sus primeras obras, Lowen hacía una distinción entre movimiento agresivo y suave en la busca de contacto, asociando el segundo con un deseo que “se caracteriza por el movimiento de la excitación a lo largo de la parte frontal del cuerpo, mientras que la agresión es consecuencia del flujo de excitación hacia el sistema muscular, especialmente hacia los músculos grandes de la espalda, las piernas y los brazos, que participan en la acción de moverse hacia algo”. (Lowen, A., 1958, p. 79, 81)

En cierta forma, la definición de Lowen vuelve a lo esencial cuando identifica el elemento más profundo de la agresión humana con el núcleo mismo del movimiento pulsátil humano, el de expandirse para contactar con algo exterior.

Creo que podemos considerar la agresión como la carga que alimenta cualquier movimiento hacia afuera, incluso los movimientos suaves y tiernos en busca de contacto. Como veremos más adelante en un caso clínico, cuando las personas están profundamente heridas hasta su mismo núcleo, incluso la iniciación más sutil de un movimiento en busca de contacto les resulta muy difícil. Podemos afirmar, por tanto, que la manera en que la vida está en nuestro cuerpo es un diálogo entre movimientos suaves y más enérgicos, pero que también es necesario cierto grado de agresión, al menos en forma de respiración plena, para que fluyan los movimientos suaves.

El concepto de agresión de Winnicott no difiere mucho de la definición de Reich. La Doctora Osnat Ere’el, una psicoanalista israelí, describe la actitud de Winnicott respecto de la agresión en la introducción a la traducción al hebreo de su artículo Aggression in relation to emotional development [La agresión en relación con el desarrollo emocional].1 Utilizando términos energéticos, afirma que “Winnicott entiende la agresión como el fuego que llevamos dentro; como el motor, la energía del desarrollo, que encuentra su expresión en la actividad, en el apetito, en el movimiento, en la espontaneidad y en el amor.” (Ere’el, O., en Winnicott, 2009, p. 92).

Rizzuto, Meissner y Dan Buie utilizan términos energéticos y motivacionales para exponer su percepción de la agresión. Según ellos, “la agresión es una capacidad de raíz biológica… que tiene la mente para realizar una actividad psíquica o física dirigida a superar cualquier obstáculo que interfiera con la terminación de una acción intencionada, interna o externa.” (Rizzuto, A. M., Meissner, W.W., Buie, D., 2004, p. 69, 104).

De este modo, podemos entender la agresión como la fuerza que sirve de vector para iniciar y expresar, y que lleva a las personas hacia la satisfacción de sus deseos auténticos, hacia el contacto con el exterior y hacia la autorrealización. La agresión es la carga que sostiene la expresión de un sí mismo verdadero y capaz de contacto. También es la carga que nos ayuda a empujar o apartar los obstáculos que interfieran con esas acciones. Podemos entenderla como asertividad, que es la capacidad de expresar nuestras necesidades y deseos con claridad y energía, así como la fuerza que nos ayuda a establecer un límite apoyando nuestra diferenciación, individualidad y autocontención. La agresión apoya la expresión directa de la frustración y de la ira, que son respuestas naturales a situaciones que dañan o amenazan la integridad del individuo, su libertad tanto emocional como física, y su auto-respeto. Tanto Reich como más tarde Lowen consideraron la ira como una fuerza de apoyo vital importante para la vida de todas las criaturas, con fuertes propiedades sanadoras, restauradoras y protectoras.

Cuando el flujo de la agresión se bloquea o se sabotea, la carga puede volverse hacia adentro contra el sí mismo, y se experimenta a menudo como odio por uno mismo, vergüenza y culpa; también puede acumularse, expresándose hacia afuera como fuerza destructiva en forma de rabia, odio y violencia.

En el caso de los seres humanos, existen dos movimientos esenciales, inherentes e interconectados. El primero es desde el centro hacia afuera, hacia la envoltura del cuerpo y hacia el mundo exterior, el movimiento para satisfacer una necesidad. Este movimiento se ajusta a la definición básica de la agresión por Lowen. El otro movimiento sigue el eje longitudinal, es el de dejar caer, soltar, ir con la gravedad con el apoyo del suelo, que es en lo que consiste la onda pulsátil del enraizamiento, “permitir a una onda longitudinal que fluya por el cuerpo”, permitiendo “a cada uno experimentarse plenamente en relación con una base de apoyo” (Lowen, A., 1975, p. 195). Siempre existen interrelaciones entre la agresión y el enraizamiento. Todo movimiento hacia el exterior necesita “unas raíces” en las que apoyarse. En términos relacionales, necesita a “otro”.

Este diálogo entre los movimientos del centro hacia afuera y el movimiento de dejar caer pueden considerarse como el núcleo de la pulsación. En condiciones óptimas, el organismo se extiende, se expande hacia el contacto con el exterior con las partes externas del cuerpo; luego se retira hacia adentro, para digerir ese encuentro. Se deja caer en sí mismo, descansa y en cierto momento, cuando está preparado, y sólo entonces, vuelve a salir hacia afuera para contactar con el exterior. Podemos decir que esta descripción muy simple es en realidad la base biológica de la vida de un sí mismo auténtico, bien regulado, un sí mismo que se mueve desde dentro. Esta es también una descripción simple de la base energética de las relaciones sanas con el otro. Cuando se prohíbe o se hace imposible la regulación de moverse o buscar algo afuera y retirarse, se forma la base que creará la falta de capacidad de contacto (Reich, W., 1972, p. 311), un estado de necesitar una presentación falsa del sí mismo. Este falso sí mismo es experimentado por la persona como real, a pesar de la incapacidad de ser espontáneo. Es análogo a lo que Winnicott denominó la “formación del falso Self”.

Teoría de la ira y la rabia en bioenergética

En su libro El Gozo, Lowen dice: “La ira es una emoción importante en la vida de todos los seres animados, porque sirve para mantener y proteger la integridad física y psicológica del organismo… Sin ira, uno está indefenso contra los ataques a los que nos somete la vida.” (Lowen, A., 1995, p. 103). Como cualquier otro mamífero, cuando no hay opción de experimentar la ira, podemos quedar paralizados por el miedo. En situaciones traumáticas, esta es la parte de lucha de la reacción “lucha o huida”.

“En la mayoría de las especies evolucionadas, las crías carecen de la coordinación motora necesaria para expresar la ira, y necesitan la protección de sus padres. Esto se aplica especialmente al bebé humano, que necesita más tiempo que otras crías mamíferas para adquirir esa capacidad” (ibíd., p. 103).

En esa misma obra, Lowen recuerda una afirmación de Reich en un seminario que dio en 1945, donde Reich afirmó:

“La personalidad neurótica solo se desarrolla cuando se bloquea la capacidad del niño de expresar su ira por un agravio… Cuando se frustra el acto de dirigirse hacia el placer, se produce una retirada del impulso que crea una pérdida de integridad en el cuerpo. La integridad solo puede restaurarse mediante la movilización de la energía agresiva y su expresión en forma de ira. Esto reestablecería los límites naturales del organismo y su capacidad para volver a moverse hacia afuera” (ibíd., p. 104).

Para poder tener un cuerpo capaz de expresar libremente la ira, se necesita una base sobre la cual desarrollarla. Esa base comienza con otro cuerpo entonado, empático, y presente, que pueda no solo estar ahí para el niño en desarrollo en las formas que necesite, sino que pueda sostener la expresión de la ira en su creciente complejidad, sin contraerse ni retirarse en reacción a ella.

La capacidad de contener la ira es la contrapartida de la capacidad de expresarla efectivamente. Al convertirse en miembro de la sociedad y desarrollar habilidades sociales distintas de la capacidad de autoexpresión, debería desarrollarse la capacidad de regular esa expresión, es decir, de contenerla.

Cuando la ira se bloquea por una negación externa o interna (véase la opción b. del gráfico de Bob Hilton adaptado por la autora, en el Apéndice), se acumula en el propio cuerpo y tiene que encontrar vías alternativas, a menudo sin consciencia del individuo. La carga nunca desaparece. O bien se vuelve hacia el sí mismo –en sistemas de odio a sí mismo y negación como la culpa, la vergüenza, la ansiedad, la inferioridad y/o el masoquismo–, o se convierte en rabia, destrucción, odio, violencia, sadismo, y abuso. Con frecuencia se producen ambos movimientos. La rabia no explota en reacción a un estímulo inmediato y realista, sino a menudo en respuesta a un estímulo que recuerda situaciones anteriores, es decir, en respuesta a un recuerdo corporal encapsulado. En realidad, podemos considerarlo como un aspecto de la transferencia. Con frecuencia es una reacción a lo que uno experimenta como falta de empatía. Kohut se refiere a la rabia narcisista como una expresión hacia un objeto del sí mismo decepcionante. Una persona muy dañada puede sentir rechazo y rabia frente a la más ligera separación del otro, cosa que a menudo sucede en personas que han pasado por experiencias traumáticas.

A diferencia de la ira, la rabia es una emoción destructiva. Se encamina a dañar, a romper a una persona o una cosa. En su libro Toxic Nourishments [Nutriciones tóxicas], Mikel Eigen dibuja una imagen muy vívida de cómo se siente la rabia:

“La rabia es acumulativa a lo largo de nuestra vida. Se sedimenta en el corazón de nuestro ser y corrompe los músculos, los nervios y las venas. No sólo hace más rígido nuestro cuerpo, sino que envenena nuestros pensamientos. Acumulamos rencor desde la primera infancia, y por eso estamos dispuestos a echarnos encima de otros por pequeñeces… El resentimiento crónico por un daño puede carcomer la vida como un ácido y corroer la integridad psicosomática” (Eigen, M., 1999, p. 48).

La función de la agresión en el desarrollo temprano

Pensemos en el ser humano: desde antes de la concepción, cuando el esperma se precipita hacia el óvulo, pasando por los activos movimientos del embrión, por la salida del feto al mundo exterior en el parto, empujando y siendo empujado, y por el primer acto agresivo fuera del útero (el de tomar aire por primera vez, buscar alimento y contacto), hasta llegar a la madurez sexual, la agresión es una fuerza de autoafirmación, dirigida a ser y a obtener lo que se necesita. Da origen a comportamientos que llevan consigo el placer del movimiento y de la exploración del mundo. “Esta fuerza inherente y biológica debería poderse experimentar plenamente como parte del viaje del individuo hacia la individuación, la creatividad, y el ser genuino.” (Ere’el, O., en Winnicott, D.W., 2009, p. 94).

Winnicott entiende todo el espectro de la agresión como parte de la expresión temprana del amor, del “amor despiadado”, en lo que llama la fase “previa a la preocupación”, cuando el bebé aún no tiene conciencia de las consecuencias de sus tirones y empujones descuidados, esencialmente del rostro y del cuerpo de su madre (ibíd., p. 96). Más adelante en el desarrollo, la agresión al servicio de la formación de un sí mismo separado es una herramienta para establecer la diferencia entre lo que es “yo” y “no yo”. Según Winnicott, este proceso puede darse cuando se permite al bebé expresar impulsos iracundos, rabiosos e incluso destructivos contra la madre o el padre, que a su vez puede sobrevivir a la expresión de esos sentimientos sin tomar represalias (Winnicott, D.W., 1971, p. 89–90).

Cuando el padre o la madre pueden sobrevivir a esas expresiones al tiempo que crean un entorno seguro y de contención para la expresión del bebé, tanto el bebé como sus padres se hacen más reales, más separados, y en realidad capaces de relacionarse más plenamente. Siempre recordaré una escena de cuando mi hijo tenía dos años, tan parlanchín como siempre, y enfadadísimo conmigo por no recuerdo qué motivo. Estaba de pie delante de mí, agitando sus puñitos hacia mí, y me gritó con la cara muy roja: “¡Ojalá que te atropelle un camión!”, luego tomó aire mientras buscaba otra horrible maldición: “¡Y… y que te pique un mosquito!”… No he sentido demasiadas veces tanto placer en mi historia de madre como el que sentí al ver el cuerpo tan vivo de mi hijo, expresando una emoción que yo misma nunca me había atrevido a expresar.

Si no se ofrece una contención segura para la agresión y la negatividad del niño, el resultado es la necesidad de ocultar esas expresiones. El grado y la naturaleza de la ocultación (utilizando la biología y las deformaciones propias del niño como parte de su estructura de carácter) varían. Pero, de una u otra forma, el niño acabará siempre con malos sentimientos y con diversos grados del sistema del odio a sí mismo, como la vergüenza y la culpa. Como el sentimiento no encuentra ninguna aceptación en las figuras significativas del entorno, crece de una u otra manera en el refugio del propio ser hasta que uno se percibe a sí mismo como malvado, con sentimientos de sadismo, violencia, e incluso perversión. Winnicott afirma que, cuando esto sucede, la persona separa lo bueno de lo malo mediante una escisión, dividiéndose para idealizar objetos por un lado, y crear objetos completamente malos, por otro. Esta escisión alivia los sentimientos difíciles, de modo que la escisión sirve como defensa (Winnicott, D.W., 2009, p. 97).

Podemos, por tanto, decir que la agresión, separada de la energía positiva que contiene, se vuelve destructiva, y puede llegar a llenar de odio a la persona. Esta podría ser una explicación más dinámica y evolutiva de la formulación de Reich mencionada más arriba (Reich, W., 1942, p. 156), de cómo la destrucción y el odio son formados por la agresión que se vacía de amor cuando el niño necesita escindir esos dos componentes; o, como lo formularía más tarde Lowen, como “un odio (que) puede entenderse como amor congelado” (Lowen, A., 1995, p. 172).

Los procesos de desarrollo que intervienen en la formación de una identidad completamente separada se producen desde aproximadamente los seis meses de edad hasta en torno a los dos años y medio, o incluso más tarde. Cuando, alrededor de los seis meses, un bebé empieza a empujar el cuerpo de su madre con sus propias extremidades, al principio de lo que Margaret Mahler llamó la fase de separación-individuación, es el comienzo de la necesidad de percibir a la madre claramente desde cierta distancia, así como de volver la propia atención más hacia afuera (Mahler). Ese proceso evoluciona hacia la creciente discriminación entre “esto soy yo – esto no soy yo” a través de movimientos de fuerza e intensidad cada vez mayores, como los de empujar, lanzar y morder, así como el de usar la voz con una nueva calidad de empuje y utilizar para protestar el lenguaje que se está desarrollando. El comportamiento se vuelve cada vez más intencionado, así como la agresión. El organismo se define gradualmente a sí mismo, define su mismidad en relación con los otros significativos para formar un creciente sentido de los límites. En ese estadio, la agresión ayuda a producir la separación de los otros y a crear la individuación. La agresión sana es también autoafirmación, y alimenta la capacidad de decir: “Sí – este soy yo, esto es lo que quiero. ¡Exactamente esto!”. También es una forma de establecer la diferenciación: “Soy yo – no soy tú, tengo una mente propia y un cuerpo propio”. Pero todos los que hemos criado niños sabemos cómo es estar con un niño precisamente cuando practica esas capacidades, y quiere una cosa y no la quiere casi al mismo tiempo. Qué difícil de soportar puede resultar y cuánta paciencia tienen que tener a veces los padres…

En su libro A body-movement-mind paradigm [Un paradigma cuerpo-movimiento-mente], Yona Shahar-Levi, una prestigiosa terapeuta israelí de movimiento, de orientación psicoanalítica, entiende el tipo de movimiento enérgico e iracundo que es típico de esa fase como el motor del proceso de separación e individuación. Su cometido principal es movilizar potencia, movilizarla para salir de los límites del cuerpo. Es la materia prima del potencial de vitalidad del sí mismo. Estimula el cuerpo para tratar con la gravedad, para ampliar el espacio personal y para adquirir una percepción más clara del límite entre el sí mismo y los otros.

La expresión de oposición es crucial para los sentimientos de identidad, y para la formación de la verdadera mismidad. La capacidad de decir “no”, de afirmar el propio sí mismo y de establecer un límite en respuesta a las intrusiones del entorno es un aspecto muy importante del papel funcional y de desarrollo de la agresión en las cambiantes formas en que se manifiesta, desde la concepción hasta la edad adulta (Lowen, 1970, p. 155).

En su libro El gozo, Lowen establece una correlación entre la capacidad de autoafirmarse, de apartar de uno mismo un obstáculo indeseado, de decir “no”, con la cualidad del límite protector: la piel, los tejidos grasos y conectivos que están por debajo de ella, y la musculatura estriada o voluntaria.

“La membrana limitadora, especialmente la piel, cumple una función protectora con respecto a las fuerzas entrantes. Permite al individuo cribar estímulos y distinguir aquellos que necesitan respuesta de los que pueden ignorarse. Cuando la piel tiene poca carga… el individuo se siente fácilmente abrumado por los estímulos originados en su entorno… El “no” funciona como membrana psicológica, de forma similar en muchos sentidos a la membrana fisiológica… Evita que el individuo se sienta abrumado por las presiones exteriores y le permite discriminar entre las demandas y las incitaciones de las que es constantemente objeto.” (ibíd., p. 154–155)

Lowen también relaciona la capacidad de conocerse uno mismo con la autoafirmación y relaciona el “no-cimiento” con el “conocimiento”:

“La capacidad de negar, de poner un límite, es un elemento del conocimiento, y un elemento importante en la formación de un sentido sólido del sí mismo. El conocimiento es una función de discriminación. Los deseos y los impulsos solo pueden conocerse cuando llegan a la superficie de la membrana limitadora del organismo. La fuerza de la membrana depende de la carga interior del organismo… El derecho a decir “no” asegura el derecho a conocer… Por decirlo simplemente, la autoconciencia depende de la autoafirmación. Afirmarse a sí mismo implica la idea de oposición” (ibíd., p. 147–152).

De ese modo podemos decir que la disponibilidad de un organismo humano para convertirse en una persona que permite que la agresión recorra su cuerpo es crucial para su vitalidad, para su creatividad, y para la capacidad de servir de contención segura y enraizadora para sí mismo. La agresión hace posible la capacidad de ser un sí mismo auténtico, asertivo, respetuoso de sí mismo e integrado, la capacidad de ir hacia otro ser humano, y la de formar una relación amorosa íntima y sexual.

Condiciones relacionales que afectan el desarrollo de la agresión

La capacidad de una madre para proporcionar una base física y emocional viva, entonada y pulsátil, sobre la cual su hijo en desarrollo pueda plenamente dejarse ir en las infinitamente mudables formas en que lo necesite, y a partir de la cual pueda encontrar sus gestos espontáneos es uno de los elementos más importantes para el desarrollo de un ser humano con capacidad de contacto, respetuoso de sí mismo y sano, y del desarrollo de una agresión saludable.

Un elemento crucial para una parentalidad suficientemente buena es la capacidad de prestar aspectos de sí mismo o sí misma para que el niño los utilice y ser para él lo que Kohut llama una figura de “objeto del sí mismo” (Kohut, H., 1984, p. 49–50). Algunos de los aspectos más importantes de esta función son los de la empatía, de la función especular, a veces la adoración, y el permiso para que el niño se sumerja y deposite en la madre o el padre los sentimientos difíciles, dolorosos e intolerables, incluidos los de hostilidad y odio. Esto, junto con la capacidad del padre o la madre para admitir y corregir los fallos de empatía, es el principal recurso para que pueda tener lugar el proceso de modo que las experiencias del niño puedan ser digeridas y, especialmente, que las experiencias intolerables puedan hacerse más tolerables. Servir de objeto del self al niño requiere, en términos intersubjetivos, “la suspensión de la subjetividad del padre o la madre” (Sara Goldstein, psicoanalista, 2011, conferencia privada). Esta capacidad es particularmente importante, y no siempre fácil de demostrar cuando se trata de responder a expresiones agresivas, especialmente a las que son más enérgicas o expresan oposición al cuidador.

Alice Miller, en su libro Prisioneros de la infancia (más conocido por su subtítulo El drama del niño dotado) dice: “Todo niño tiene la necesidad legítima de ser visto, comprendido, atendido y respetado como es, con sus sentimientos, sensaciones y expresiones” (Miller, A., 1979–2000, p. 24). Solamente si se da esa cualidad puede enraizarse en la mirada y en el cuerpo de la madre. Sin embargo, “los padres solo pueden dar a su hijo un ambiente de desarrollo sano si ellos mismos crecieron en ese ambiente… Si no, con frecuencia buscarán una persona que se les dé totalmente, plenamente entonada y comprensiva con ellos, etc. La figura más inmediata para desempeñar esa función es el propio hijo de esa persona” (ibíd., p. 24–25). En esos casos, el padre o la madre miran al niño pensando: “No seas quien eres, sé quien yo necesito que seas; quien eres me decepciona, me amenaza, me enfada y me sobreestimula. Sé lo que yo quiero y te amaré” (Johnson, S., 1987, p. 39). En respuesta, al no ver en la mirada del padre o de la madre el reflejo y la función especular que son cruciales para su sano desarrollo, pero necesitando la conexión vital con ellos más que cualquier otra cosa para sobrevivir, el niño empieza a renunciar a su autoexpresión auténtica, se identifica con las expectativas de sus padres y absorbe a través de los ojos, de la piel, del sistema nervioso y de todo su ser las cualidades energéticas que le llegan de sus padres. Se hace cargo de contener la depresión, la ansiedad, el horror y la miseria de sus padres, y recibe la energía dirigida a él. En lugar de entregarse a una auténtica autoexpresión libre, el niño minimiza su motilidad, su respiración y, por tanto, su vitalidad. En esas condiciones, cualquier expresión de agresividad, de movimiento desde su interior, de ira, de protesta y, por encima de todo, de separación, es imposible. Va en contra de su obligada tarea existencial: estar allí para su cuidador.

En esa dinámica, el movimiento agresivo saldrá de forma distorsionada y desconectada –el niño desarrollará, como señalábamos antes, diversos tipos de sistemas de odio contra sí mismo, como la culpa y la vergüenza, vueltos contra él–, y/o se manifestará en forma de rabia, destrucción, odio, violencia, sadismo o abuso. Es esencial destacar que lo que hace posible esa dinámica es la dependencia existencial del niño respecto de sus padres, y el miedo a perderla. Las demandas inconscientes que los padres imponen a sus hijos de estar entonados con las necesidades de ellos, de llenar el vacío que sienten en ellos, de ser como ellos esperan que sean, junto con la intolerancia que manifiestan hacia los gestos espontáneos de vitalidad del niño o hacia su manera de salir al mundo es lo que el niño percibe como una amenaza de rechazo, de retirada del amor parental. Esta dinámica se encuentra efectivamente, de una u otra forma, en el núcleo de la formación de cualquier carácter.

La etiología de este tipo de abuso relacional en las familias es muy diversa. A menudo se debe a los traumas de distintos tipos que sufrieron el padre o la madre. Si la ansiedad del trauma no ha sido procesada por ellos, se insertará en el cuerpo del niño, que a su vez buscará consuelo, al precio de renunciar a una gran parte de sus necesidades auténticas. La excesiva dependencia del niño y la integración deficiente del padre o de la madre crearán la base para que los progenitores utilicen al niño para sus propias necesidades y para que se interrumpan tanto los procesos de desarrollo saludables, como la formación de una agresión sana.

Desde mi propia experiencia personal, y la de muchos de mis pacientes, creo que en las familias donde hay una historia de exposición al trauma que implica una amenaza de muerte, o en áreas donde las cuestiones existenciales no son solo un tema filosófico, el miedo que hace posible esa dinámica no es solamente el miedo al abandono, sino más bien a la aniquilación real. En esas familias, el conocimiento básico de que la vida es un proceso sostenido no es evidente, y esto eleva la ansiedad y aumenta la dependencia.

Ese fenómeno, es decir, el que un entorno que produce miedo y ansiedad afectará a la posibilidad de las personas de tener una agresión sana, es refrendado por Lowen desde su punto de vista energético básico, cuando afirma que la agresión y el miedo son antitéticos en la manera en que fluyen en nuestro cuerpo, y no pueden existir juntos: la agresión fluye desde el centro hasta las extremidades del cuerpo, hacia arriba y hacia abajo, mientras que el miedo fluye desde las extremidades hacia el centro (Lowen, A., 1995, p. 105).

Casos clínicos de trabajo con la agresión en análisis bioenergético

En este apartado del artículo, quisiera mostrar con ayuda de material clínico cómo trabajo con la agresión, teniendo en cuenta la historia y el desarrollo de los pacientes y su estructura caracterial. Utilizaré partes de sesiones con dos de mis pacientes, y después clarificaré algunos temas que me parecen significativos para el trabajo con la agresión.

El caso de M.

En el núcleo mismo de la agresión sana está el movimiento de expansión de sí mismo, de lograr el contacto con el mundo y de satisfacer las propias necesidades. La capacidad de hacerlo es la esencia del punto de arranque. Como explicaba antes, cuando el individuo tiene que estar plenamente entonado y reactivo a su entorno para sobrevivir, la espontaneidad de cualquier movimiento auténtico queda congelada por el miedo crónico, y la agresión se ve bloqueada, en ocasiones –como en el caso que quiero presentar– muy profundamente.

M. era un paciente varón de cincuenta y muchos años que había emigrado a Israel desde Holanda con su familia cuando tenía poco más de 20 años. Su padre y su madre eran supervivientes del Holocausto. Su padre, que tenía 16 años cuando los nazis invadieron Holanda, fue separado bruscamente de sus propios padres y trasladado a Inglaterra junto con otros niños judíos, dejando atrás para siempre al resto de su familia, que fue asesinada más tarde en Auschwitz.

A principios de los años 50, el padre se casó con una judía alemana con la que tuvo tres hijos. M. es el mediano de los tres. El padre, que trabajaba como representante de comercio, estaba muy deprimido y no tenía mucho contacto con los miembros de su familia. Solía dormir con el pasaporte debajo de la almohada, “por si acaso”. Siempre había un sentimiento de provisionalidad en esa casa.

La madre era una mujer sumamente impulsiva, intrusiva, manipuladora y muy inestable emocionalmente. Con un marido emocionalmente ausente y un hijo mayor bastante problemático, la mayoría de sus necesidades se dirigieron a M., que era un niño pequeño y no tenía más opción que entonarse plenamente con ella y con sus cambios de humor. A menudo la describía como tratando de “tragarlo” y de fundirse con él. El niño tenía miedo a las amenazas de suicidio que ella expresaba a menudo y a sus ataques de histeria, bastante violentos y a veces muy provocativos sexualmente. La combinación de conmoción, horror y cierta excitación sexual que a menudo experimentaba en relación con ella, y el ambiente general en su casa lo afectaban profundamente. Nunca fue capaz de dejarse estar en su propio cuerpo, ni de sentirse seguro sobre esta base inestable, terrorífica y sobre-estimulante.

M. es un hombre de aspecto agradable, con algunos rasgos esquizoides: su estructura corporal parece un poco desproporcionada, las distintas partes de su cuerpo parecen estar pegadas unas a otras. A menudo manifiesta sentir una banda de tensión alrededor de la cabeza, como si se sostuviera en el mundo gracias a sus pensamientos, y teme ser aniquilado si se relaja. Tiene un vientre pequeño, con una línea de tensión justo encima de sus genitales.

Muy pronto en su vida se convirtió en un hombre solitario, bastante deprimido, falto de vitalidad, temeroso, inseguro y mayormente distante. Experimenta la cercanía de otro cuerpo humano como una amenaza de invasión, de ser utilizado y tragado por la otra persona, y de sentirse avergonzado y humillado cuando se expongan su vacío y su necesidad. Vive solo, y no ha tenido nunca una relación íntima o sexual importante. Aunque ocupa un puesto profesional respetado, suele percibir el contacto como peligroso, como arenas movedizas. Esto puede explicar el contacto vacilante que establece con el suelo cuando camina. La opción de una corriente energética longitudinal que conecte su corazón con sus genitales parece imposible. Indica a menudo que siente como escalofríos en el intestino. Aunque es muy reticente a hacer algún tipo de trabajo corporal entre sesiones, incluso a dar paseos cortos, responde positivamente al trabajo con el cuerpo en nuestras sesiones, y lo inicia y dirige a menudo hacia lo que quiere.

En la sesión que quiero describir, hablamos de su soledad, de su dificultad para iniciar o incluso responder a planes sociales, porque siente que en toda relación las necesidades de la otra persona tienen prioridad sobre las de él; que, en la anticipación de cualquier contacto interpersonal, siempre predice que se sentirá utilizado, aunque muy a menudo termine pasándoselo bien. “Es como si el miedo a ser invadido borrara el recuerdo de las sensaciones buenas, y por eso no inicio el contacto social…” Yo sugerí que, si quería, podíamos tratar de explorar ese miedo. Nos pusimos de pie, y él dedicó unos minutos a enraizarse, como suele hacer.

Cuando se enderezó para volver a quedar de pie, tenía los ojos cerrados. Le pregunté por lo que sentía en su cuerpo. Dijo que sentía cierto flujo en las piernas, en los brazos y en los genitales, y que tenía la sensación de una ligera expansión en su vientre. Estábamos frente a frente. Le señalé que tenía los ojos cerrados. Al decírselo, los abrió y mantuvimos cierto contacto visual. Al cabo de un segundo, dijo: “Ahora la sensación de expansión ha desaparecido. En cuanto percibo el más mínimo movimiento por tu parte, se me contrae el vientre y siento como si hubiera un escudo delante de mi torso”. Al cabo de un momento más, dijo: “No puedo relajarme cuando estoy delante de ti así, de pie”. Le pregunté si quería explorar si hubiera otra forma en que pudiera organizarse, de modo que no tuviera que tensar su cuerpo en mi presencia. Eligió apoyarse en la pared y después pidió que le pusiera detrás de la espalda una pelota grande que tengo en la consulta. Sugerí que se permitiera sentirla, y que sintiera el apoyo del suelo bajo sus pies. Después de uno o dos minutos dijo que podía soltar un poco de la tensión en su vientre. Me puse delante de él, sintiéndome más relajada en mi propio cuerpo, y pensando cómo podía ayudarle a adquirir cierto control sobre si se sentía invadido o no, sin perder la sensación de sus límites, de modo que tuviera más libertad para iniciar el contacto.

Sugerí que tratara de levantar los brazos hacia adelante muy lentamente y de flexionar las muñecas volviendo la palma de sus manos hacia mí, como en un gesto de “para”. No llegó siquiera a levantar sus brazos del todo cuando se detuvo. “No. Me da demasiado miedo… ahora siento frío en el vientre”, dijo bajando los brazos. Cuando le pregunté de qué tenía miedo, me contestó: “No puedo confiar en que está bien que yo ponga un límite, y que tú no vayas a reaccionar”. Cuando hablamos de qué reacción era la que temía, él pudo darse cuenta claramente de que tener contacto le despertaba miedo a ser invadido por una “ola de caos”, y sentía que establecer un límite podía provocar represalias rabiosas en el otro. Las dos opciones lo paralizaban. Relacionaba el caos con la experiencia recurrente de que su madre respondiera a cualquier expresión de sentimiento iniciada por él (especialmente si se atrevía a querer algo) o bien con rabia, hasta el punto de dar portazos, o mostrándose demasiado intrusiva, incluso con seducción, sin respeto ninguno para sus límites. Esto le hacía sentirse aniquilado, como si no hubiera espacio para sus propios sentimientos, sus necesidades, ni probablemente para su propia existencia autónoma frente a la de ella. Y era imposible hacer nada activo para defenderse contra ello.

Al cabo de unos minutos de hablar de su experiencia, dijo que no tenía ningún recuerdo de haber sentido nunca que pudiera simplemente “dejarse estar, descansar”, a menos que estuviera completamente solo. Relacionaba esto con la dificultad de estar consigo mismo en presencia de otra persona, sabiendo que nunca había podido tener esa experiencia en presencia de su madre. Le sugerí que se tumbara, que tratara de sentir el apoyo de la colchoneta debajo de su cuerpo, y le invité a respirar. Su respiración era muy superficial y yo sentía cierta pesadez en mi propio pecho. Después de unos minutos de hacer solamente esto, se dio cuenta que el propio acto de inhalar, de llevar el aire hacia dentro, era difícil para él. Yo me di cuenta de que, para M., el mismo núcleo del movimiento agresivo, el iniciar cualquier movimiento hacia afuera, incluido el movimiento de tomar aire, estaba bastante congelado. Me estaba dando cuenta de que para ayudar a movilizar su agresión, deberíamos trabajar en movilizar su respiración. Sugerí que se centrara en espirar con cierta fuerza, que tratara de empujar el aire hacia afuera, con la idea de que esto podía aumentar el volumen de todo el rango de su respiración, y también incorporarle cierta fuerza. Después de uno o dos minutos, sugerí que tratara de poner sonido a la espiración. Poner sonido siempre era difícil para él, así que me encontré espirando con él, y poniendo sonido yo misma, lo que le ayudó, hasta el punto de que fue capaz de espirar con voz más fuerte, y de expulsar el aire con más energía. Después de unos minutos, paró para descansar. Toda su respiración, incluida la inspiración (el movimiento para tomar aire) era mucho más plena.

Con el desarrollo de nuestro trabajo, empezó a darse un proceso muy conmovedor. No lo describiré en detalle, pero baste decir que, en el contexto de ayudar a un paciente a encontrar y ampliar las raíces de su agresión, siempre tengo presente que esa fuerza empieza con la capacidad de manifestar las propias necesidades y deseos. Empezamos tomándonos tiempo, observando y escuchando muy cuidadosamente, siguiendo su movimiento en todo lo posible, investigando lo que sentía en su cuerpo, y lo que necesitaba y quería en cualquier momento dado. En ese proceso, utilicé dos bolsas de agua caliente (unos recipientes planos de plástico flexible envueltos en tela, que pueden llenarse de agua caliente) en respuesta a su petición directa de sentir un contacto suave y cálido bajo la espalda y la pelvis y sobre el pecho. A medida que progresaba nuestro trabajo, tomó conciencia de que, para dormirse, tenía que presionar los pies contra el borde de la cama con cierta fuerza. Esto despertó en mí las asociaciones de un embrión empujando contra la pared del útero (a menudo describía sensaciones deseables que sonaban como las de un feto), o de un bebé empujando el vientre de su madre como forma de empezar a separarse de ella. Fue un proceso muy conmovedor acompañar a una persona como M., que tuvo que ser tan reactivo a su entorno, a lo largo de su viaje para encontrar, literalmente, su propio movimiento.

El caso de D.

Podemos decir que, cuando una persona no tiene libertad para establecer ningún límite físico ni emocional en su relación con los otros significativos para ella, o para expresar ninguna oposición, esto puede afectar la formación de la mismidad física, de su membrana limitante, y de su capacidad para darse contención a sí misma. Resulta muy útil alentar la expresión de la negatividad, de la ira, de la rabia, etc., al tiempo que se refuerza el sentido de los límites, como lo fue en el caso de D.

D. es una mujer de cuarenta y muchos años, bajita, rubia y de ojos azules. Lo que caracteriza su estructura corporal es que no tiene estructura clara, es un poco informe. La primera vez que la vi, me vino la pregunta de cuánto permiso se dio a esa mujer para ser, para tener una forma. Sus piernas no son débiles, más bien robustas, algo masoquistas, pero no parece que las utilice del todo como base de apoyo. Su tubo exterior, sobre todo alrededor de la pelvis y del torso, aparece amorfo, débil, sin tono, sin vitalidad y sin integrar con el resto de su cuerpo. Está inclinada hacia adelante como si buscara apoyo. Cuando me miró por primera vez, fue como si quisiera meterse dentro de mí y hacerse allí su casa. Esta actitud corresponde en muchos sentidos a la manera en que ella tiende a estar en el mundo, buscando constantemente seguridad fuera de ella.

Esto puede explicarse a partir de los elementos de su historia. D. es la segunda hija de un prestigioso catedrático universitario de mucho éxito, y de una madre profesora. Su padre, originario de Polonia, sufrió traumas graves en su infancia durante la segunda guerra mundial y fue después gravemente herido en la guerra de 1948. A raíz de los daños emocionales que había sufrido, el padre se volvió amargo, ofensivo y despiadado. Su principal interacción con sus hijos había sido hacerles escuchar sus historias de terror. Su madre, una mujer muy hermosa y muy deprimida, había dejado de trabajar y pasaba la mayor parte del tiempo en la cama con tranquilizantes. Nunca amó a su esposo. Desde muy pequeña, mi paciente se quedaba en casa cuidando de que su madre estuviera bien. Hasta la adolescencia, dormía de vez en cuando en la cama de sus padres para tranquilizar a su madre cuando tenía miedo, y probablemente para protegerla de lo que la madre experimentaba como demandas sexuales repulsivas de su marido. Cualquier movimiento hacia la separación se habría encontrado con acusaciones de falta de empatía. El único consuelo de D. era la comida, y desarrolló un trastorno grave de alimentación. A mediados de la veintena, terminó por dejar su casa e incluso se fue a otro país durante unos años, ya que era la única manera de conseguir separarse de sus padres.

D. es una persona débil, deprimida y con mucha ansiedad. Está casada y tiene dos hijos, con cuyas imperfecciones es intolerante, y a menudo estalla en ataques de rabia contra ellos. En los primeros años de nuestra terapia, el papel de su esposo consistió en contener su amargura y su rabia, y también en salvarla en los momentos en que sentía pánico, lo que sucedía con frecuencia. A mí también me necesitaba para muchas de esas funciones, y acudía a cada sesión con muchos problemas. Se hizo evidente que no siempre era fácil para ella entregarse a mi apoyo, apoyo que a veces era incluso físico, ni conseguía llenar su sensación de vacío más allá de unas horas. Con frecuencia ponía en duda mi capacidad de ayudarla, siempre con un punto de desconfianza y de negatividad. Pasaron varios años antes de que pudiera ser más directa con su negatividad y unos cuantos más antes de que pudiera permitirse abrirme más plenamente el corazón.

A pesar de su deficiente relación con su cuerpo, empezó a utilizar mucho el trabajo corporal, tanto con la respiración como con el enraizamiento, expresando y descargando sentimientos de rabia y de profundo dolor, con una capacidad creciente de hacerlo conmigo, no junto a mí, y con una capacidad creciente por mi parte de experimentar sentimientos profundos hacia ella. Con la ayuda de nuestro trabajo y de la terapia de pareja que seguía con su esposo, su relación con él ha llegado a cambiar, y ahora la trata mucho más como una igual.

Quiero presentar parte de una sesión que tuve con D. Ella llega alterada después de una visita a casa de sus padres, que tienen ahora más de 80 años.

“No soporto a mi padre. Es inaguantable. Se queja de que se siente deprimido, y de que mi hermano y yo no estamos haciendo nada por él. Trato de decirle que debería buscar ayuda psiquiátrica. Él dice que no puede ayudarle nadie más que nosotros porque es un “caso especial” por todas las cosas que ha pasado. ¡Es tan exigente, y se siente con tanto derecho! Todo lo que quiere de nosotros es que le escuchemos hablar de su sufrimiento y contarnos sus historias de terror. Echarnos su mierda encima. Incluso se queja de que a Mica (la hija de 5 años de mi paciente) le da igual lo que él sienta” (habla cada vez más desesperada y rabiosa). “¡Está loco! ¡No voy a dejarle que haga a mis hijos lo que me hizo a mí!”

Se echa a llorar, pero su llanto no es fluido. Se entrecorta. También observo que mueve las piernas sin parar mientras habla. La invito a centrarse en su cuerpo, y a sentir si hay algún impulso que necesite salir. Me dice que quiere patear, se va hacia la colchoneta y se tumba. Me pongo a su lado, sugiero que levante las piernas con los pies flexionados hacia el techo y que se quede así un momento, con la idea de que su pelvis tenga apoyo mientras se enraíza y carga las piernas para dar patadas, como dijo que necesitaba. Después de unos minutos, empieza a patear con un sonido, una mezcla de llanto y algo de rabia, pero parece que todavía tiene la garganta un poco cerrada. Da la sensación de que su carga está condensada con una mezcla de ira, rabia y también desesperación.

Mientras descansa, propongo que se centre en su respiración y trate de espirar más completamente. Al poco tiempo, empieza a llorar otra vez, más profundamente. “¡Todavía me afecta tanto mi padre! Los dos, ¿sabes?… como una obsesión… Es tan difícil quedarme allí dejándole que se sienta mal. Me siento tan culpable… también creo que todavía le tengo miedo”. Sigue llorando. “¡Esta culpa es como una cárcel! ¡Quiero salir de su cárcel!” Al decir esto, empieza a mover las piernas cada vez con más fuerza, pateando, gritando y llorando: “¡Déjame en paz!”, mientras golpea con los dos puños en la colchoneta. Yo presto atención a mi respiración, para cerciorarme de que estoy presente conmigo misma. Después de unos minutos, se tranquiliza. Estamos en un contacto tranquilo, más relajado. “¿Sabes por qué le tienes miedo?”

“Se me olvida que ahora es un débil anciano. Para mí sigue siendo el hombre controlador, temible, fuerte y exigente, esa persona famosa a la que todos admiran, a la que tengo que obedecer; todavía me siento tan fácilmente humillada por él…Mañana voy a ir a verles. ¡Quiero ser capaz de no sentirme tan afectada por él! De no sentirme desvalida en su presencia y perderme a mí misma.”

Le pregunto si le gustaría hacer un trabajo corporal específico para prepararla para su encuentro. Me dice que sí. Le propongo que se ponga de pie, que se sienta a sí misma y sienta el espacio alrededor de su cuerpo, que tome el tiempo de sentirlo. Que vea si puede intentar sentir ese espacio como suyo, que nadie puede entrar en él sin su permiso. Le cuesta. Le propongo que separe más los pies. Que trate de sentir su centro como un tubo interior; que trate de contraer un poco “ese tubo”, como para percibir una sensación más clara de que tiene un centro dentro de ella en el que puede confiar. Luego le pido que doble gradualmente las rodillas y los brazos, y que empiece a empujar desde el centro. La invito a ver si quiere empujar también con la voz. Empieza muy lentamente, y a medida que va empujando va poniendo cada vez más fuerza en el movimiento y alzando la voz. Da la sensación de que lo disfruta. Cuando llega el momento de parar, ha cambiado. Me mira sonriente: “Es solo un anciano, después de todo”. Incluso pude detectar un rastro de compasión que ahora podía permitirse sentir por él.

Tres aspectos del trabajo con la agresión en la terapia bioenergética

Quiero repasar brevemente algunos de los aspectos importantes del trabajo con la agresión en terapia bioenergética:

1. Análisis del carácter

Un análisis profundo de cómo reaccionó a la agresión desde un principio el entorno significativo, y de cómo afectó a esa fuerza el enfrentamiento: por dónde pudo seguir fluyendo, cómo fue detenida o qué tipo de vías alternativas tuvo que tomar para responder. Este análisis debería efectuarse en todos los niveles: físico, emocional, mental y conductual. Una parte importante de este trabajo debería desarrollarse en el contexto de la relación terapéutica.

2. Trabajo físico-energético

Fuera de las extremidades, la principal masa muscular del cuerpo asociada con la agresión está situada a lo largo de la columna vertebral. La corriente de energía sube a lo largo de la espalda hasta dentro de la cabeza, los ojos, la boca, los dientes, la garganta y los brazos, y lleva a actividades agresivas en la mitad superior del cuerpo: respirar, mirar, mamar, morder, extender los brazos, empujar, golpear, apretar y vocalizar. Cuando la energía o la sensación fluyen hacia abajo a la pelvis y a las piernas, llevan a acciones agresivas con la parte inferior del cuerpo, algunas de las cuales tienen que ver con la descarga: patear, expulsar las excreciones corporales, y las actividades sexuales (Lowen, A., 2005, p. 302). Para que la agresión se desplace libremente, el tubo exterior e interior del cuerpo deben estar relativamente libres de tensiones.

Dado que respirar fue el primer movimiento agresivo de la vida de todos nosotros, y que la agresión siempre necesita una base en la que apoyarse, es importante recordar que es necesario abrir la respiración y dar profundidad al enraizamiento siempre que trabajemos con la agresión. También es importante recordar que el trabajo con temas sexuales es un aspecto importante del trabajo con la agresión. Ayudar a un paciente a encontrar su propio movimiento y a integrar gradualmente el trabajo puede ser crucial para un proceso cohesivo de sanación que lo lleve a convertirse en un ser auténtico auto-motivado.

3. El aspecto relacional del trabajo con la agresión

Desde el elemento muy básico del movimiento agresivo, el de moverse hacia fuera, pasando por la expresión de la afirmación y la ira, y más aún al tratar con el espectro más negativo de los sentimientos agresivos, como la rabia, el odio, y la violencia, es importante recordar que estos gestos son siempre relacionales. Esas expresiones fueron detenidas en la infancia, y tuvieron que modificar su camino por alguna respuesta negativa inadecuada por parte de las figuras significativas, reales o interiorizadas, como la contracción parental, la retirada del amor, la falta de respeto, la humillación, la venganza, la hostilidad, el odio y otras respuestas semejantes.

Enfrentarse a los monstruosos sentimientos de rabia que están dentro de uno mismo es uno de los aspectos más difíciles y más intolerables del viaje terapéutico. Lo sé por mi propio proceso y por mi trabajo con mis pacientes. Es importante poner de relieve cuán crucial resulta que el terapeuta trate esa zona con mucha compasión, empatía y respeto, y ayude al paciente a comprender sus orígenes. Cuando el terapeuta, por su propia vulnerabilidad, reacciona con respuestas condenatorias, sádicas o humillantes, vuelve a ponerse en escena la dinámica histórica hiriente o abusiva, y se disuade al paciente de volver a expresar esos sentimientos en el futuro.

En cualquier caso, recibir la expresión de una negatividad agresiva puede ser muy difícil para el terapeuta, especialmente cuando esas expresiones se dirigen, generalmente como parte del aspecto transferencial de la relación, hacia el propio terapeuta. Aquí es donde se ponen a prueba la profundidad de la integridad profesional, junto con la capacidad de reconocer y contener las reacciones contratransferenciales como la propia ansiedad, vulnerabilidad y rabia narcisista sin trabajar. Cuando digo esto, no quiero decir que no debamos poner límite nunca cuando sintamos que estamos siendo maltratados. Pero jamás sin comprobar antes exhaustivamente si estamos respondiendo a nuestra propia dinámica histórica. Tampoco excluyo, cuando resulte apropiado, compartir con el paciente cómo esto nos está haciendo sentir. Pero debería acompañarse siempre de la expresión de una comprensión empática de la dinámica del paciente.

No es tarea fácil. Uno de mis pacientes, que se ajusta a la descripción de la estructura de personalidad límite-narcisista, tiene tanta sensibilidad para cualquier falta de empatía, ansía tanto un entonamiento perfecto, que casi en cada sesión me encuentro con su rabia narcisista dirigida hacia mí. A menudo siento que mi tarea principal es sobrevivir a ella. Simplemente seguir respirando. Puedo sentir dentro de mí cómo me paralizo, cómo me disocio a veces por un miedo profundo, y en algunos momentos me descubro a mí misma deseando solamente que se levante y se vaya.

En su artículo titulado The Use of the Object and Relating through Identification [El uso del objeto y la relación a través de la identificación], Winnicott lleva un paso más adelante el aspecto relacional del trabajo con la agresión. Afirma que, del mismo modo que entiende la supervivencia del cuidador a las expresiones de ira y de rabia como una condición para que se produzcan cambios saludables en el desarrollo del niño, una condición necesaria para que se dé un cambio real en el proceso terapéutico es que el terapeuta permita que el paciente demuestre enfado, o incluso rabia contra él, y que sobreviva a esa expresión. Winnicot dice: “(Los cambios reales)… no dependen de la labor de interpretación, dependen de la supervivencia del analista a los ataques, lo que supone e incluye la idea de la ausencia de un cambio cualitativo hacia las represalias”. (Winnicott, D.W., 1971, p. 91).

Margit Komeda-Lutz en su artículo titulado “Is there Healing Power in Rage?” [¿Hay poder de sanación en la rabia?], al tratar de los aspectos curativos de liberar la expresión de la ira y de la rabia, resalta la importancia de un cuidadoso entonamiento a la fortaleza del vínculo terapéutico, al menos con cierto tipo de pacientes, cuando se trabaja con esas expresiones. “Para los pacientes de estructura débil, y al menos al principio del tratamiento, esas técnicas (concebidas para una descarga fuerte) están menos indicadas. Lo primero que necesitan esos pacientes es establecer algún vínculo confiable con una persona de la que se fíen, tienen que construir “contenedores psíquicos” suficientemente grandes para tolerar y hacer frente a emociones intensas (Komeda-Lutz, M., 2006, p. 121).

Resumen

La agresión es una de las fuerzas más importantes que apoyan los elementos básicos de un desarrollo sano, empezando por la respiración, la iniciación del contacto con el exterior, la afirmación de las propias necesidades, la protección de la integridad mediante el establecimiento de límites, y el uso de la ira para echar fuera lo que resulte amenazador. La agresión es también la fuerza que apoya la separación sana por una parte, y la capacidad de relación íntima por otra.

Un entorno que proporcione una base viva y entonada, en que el padre o la madre (y después el terapeuta) presten los aspectos necesarios de sí mismos para que el niño en desarrollo pueda dejarse ir completamente en ellos, es crucial para el desarrollo de una agresión sana. Cuando, como consecuencia de su propia historia, en lugar de estar allí para satisfacer las necesidades emocionales y físicas del niño, el padre o la madre usan y explotan a ese niño para llenar el vacío que tienen dentro, el niño detiene su movimiento espontáneo y se adapta de una u otra forma a lo que siente que se espera de él que sea, en beneficio de la seguridad de su vínculo con sus padres. En esas condiciones, la agresión sana no puede fluir en el cuerpo, ya que va en contra de su destino obligado. En lugar de ello, la carga agresiva se vuelve contra el sí mismo, en una variedad de sistemas de odio contra sí mismo, y se acumula también en el propio cuerpo, convirtiéndose en rabia, odio y violencia, todos ellos fuerzas destructivas.

Trabajar con la agresión en terapia, especialmente con la parte negativa del espectro, no es tarea fácil para ninguno de nosotros, y suele reactivar nuestros propios traumas históricos en torno a esos mismos temas. Sin embargo, como la agresión sana de nuestro paciente (al igual que la nuestra propia) resultó distorsionada porque careció de los componentes relacionales necesarios, se trata de un trabajo crucial para que la terapia sea eficaz en esas cuestiones. Además del trabajo corporal y energético, debemos situarnos con toda la empatía y la compresión necesarias respecto de la expresión de nuestro paciente.

Nota a pie de página

[1]
Desde un concepto de la agresión similar al de Lowen, Winnicott abre este artículo escrito en 1950, unos años después de que se descubrieran los horribles resultados de la segunda guerra mundial, con una afirmación sumamente importante y, por desgracia, aún muy pertinente: “La idea principal detrás de este estudio de la agresión es que, si la sociedad está en peligro, no es por causa de la agresividad del ser humano, sino por la represión de la agresividad personal en los individuos”. Winnicott, D.W. 1982, p. 204 cursiva añadida por la autora.).

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Biografía

Anat Gihon, M. A., es terapeuta del Movimiento Expresivo y analista bioenergética certificada, y vive y ejerce en Israel. Es miembro del cuerpo docente del IIBA y dirige el Comité de Formación de la Sociedad de Análisis Bioenergético de Israel (ISBA), entre cuyos fundadores se cuenta. Desde 1987, Anat ha adquirido una amplia experiencia en la enseñanza de la teoría y la práctica del Análisis Bioenergético en talleres privados, programas académicos de Terapia de Movimiento, y en el programa de formación de la ISBA. Es graduada del programa de psicoterapia del Instituto Psicoanalítico de Israel.

Apéndice 1: El espectro de la agresión – basado en la formulación de R. Hilton