John Conger
Bioenergetic Analysis • The Clinical Journal of the IIBA, 2018 (28), ES, 65-76
https://doi.org/10.30820/0743-4804-2018-28-ES-65 CC BY-NC-ND 4.0 www.bioenergetic-analysis.com
“Enfermo en mi viaje,
Tan solo mis sueños vagarán
Por estos páramos desolados”
Basho, Poema a la muerte (su último poema)
Resumen: Como pulgas en el lomo de un perro salvaje describe la historia evolutiva del cuerpo del que nos ocupamos como terapeutas somáticos. Un terapeuta competente debe hacer un historial completo de sus pacientes, y este artículo habla de una historia ignorada y arrinconada en relación con el propio cuerpo. En nuestra actividad como terapeutas de orientación corporal, el cuerpo histórico que tenemos delante, tanto como la historia psicológica, cobra con frecuencia una relevancia inesperada. Este cuerpo en el que deambulamos por el mundo no ha salido de pronto de la nada. Nuestras actitudes instintivas tienen una historia que nos da una comprensión profunda de los movimientos intencionados del cuerpo y de sus frustraciones. Si no tenemos esa información, nos falta parte del historial. Este artículo trata de algunas de las habilidades innatas que aún están en la base de nuestra experiencia de vida actual.
En mi escritorio hay cinco cráneos humanos: concretamente, de Australopithecus afarensis (Lucy), Homo ergaster, Homo erectus, Homo neanderthalensis y Homo cro-magnonensis. No son cráneos auténticos extraídos de una excavación, sino réplicas. Y no es que yo sienta un interés romántico por la muerte, sino que espero de estos cráneos algo que no se transmite en palabras. Quiero saber de dónde vengo. Espero comprender con más profundidad el paradigma evolutivo que nos abrumó desde el desciframiento del ADN y la posterior descodificación genética de todo lo que camina, repta y come. Me siento lanzado a la naturaleza como a un pozo de barro del que ya no puedo salir. Soy naturaleza. El mismo gen que forma las patas delanteras de una mosca de la fruta es el que configura mis brazos y las alas de otras criaturas.
Ya no soy un ser humano con aspecto animal. Me parezco mucho a mi perro, soy un mamífero con ventaja sobre los demás. El filete de vaca que como me acerca alarmantemente al canibalismo genético; y el mosquito al que mato cuando está chupándome la sangre solo se encuentra unos cientos de millones de años por detrás de mí, según la estructura que tenemos en común. Digamos que formamos todos una familia muy rara que comparte la comida. A todos nos han moldeado los mismos genes, alterados por unos conmutadores binarios (sí/no) llamados genes Hox, en función de muy pocas alternativas de diseño. El proceso evolutivo se mantiene a sí mismo con una simplicidad duradera.
Yo me eduqué en la más pura tradición judeo-cristiana de cuentos, donde el rey David era uno de mis grandes héroes y Jesús, éticamente y como persona, un espejo brillante, perturbador y compasivo de la naturaleza humana y de la vida trascendente. Yo sabía que la historia humana era muy antigua, anterior a los griegos y a los egipcios, e incluso a los fenicios que nos dieron su alfabeto. Había mucha historia que aprender. Y fui a la Facultad, y leí tanta literatura magnífica como podía haber soñado en toda mi vida, y escuché voces de autores imperecederos.
Pero ¿qué son diez o veinte mil años de historia en un universo que empezó a existir hace 13.700 millones de años, o en un sistema solar que nació de una explosión hace 4.600 millones de años? Me llena de asombro una historia de la creación que me cuenta verdades tan inimaginables. Al cabo de unos cuantos millones de años, una roca del tamaño de Marte chocó de refilón con nuestra Tierra y la mandó girando sobre sí misma por el espacio, con lo que el hierro se fue al núcleo, el basalto se convirtió en manto, y los gases se juntaron para formar una atmósfera protectora. La Tierra se inclinó y nacieron las estaciones, y un pedazo del planeta se desprendió y se convirtió en nuestra Luna. Y la Tierra aún se tambalea, se desplaza unos pocos grados, y pasa de una órbita esférica a una órbita elíptica alrededor del Sol, cambiando de una a otra más o menos cada diez mil años.
Pues bien, durante miles de millones de años, lo que hubo en la Tierra fueron unas cuantas bacterias hablando consigo mismas… y nada más. Hubo bacterias y luego más bacterias, seguramente montones de ellas, pero por lo que sabemos (que no es mucho), la aparición de la vida no tenía la menor prioridad. Ah sí, las bacterias acabaron desarrollando un núcleo, y ADN para reproducirse, y luego se reorganizaron para distintos propósitos. Pasaron 4.000 millones de años sin que sucediera nada relacionado con mamíferos… ¡aunque tampoco tenemos forma de saberlo! Nada de lo que consideramos “avanzado” dura mucho ni deja huella. Es posible que una raza más brillante y adaptable alcanzara la genialidad y luego se destruyera a sí misma sin dejar rastro, como sugiere la evocadora leyenda de la Atlántida.
Ahora bien, tras miles de millones de años apenas sin cambios de los que a nosotros nos importan, como la combinación justa de oxígeno, calor, tierra firme, agua potable, comida y luz… ¿cómo se entiende la explosión de la era cámbrica?
Desde que se creara nuestro sistema solar hace 4.600 millones de años, por fin sucedió algo hace tan solo 543 millones de años. La vida, que se daba en forma primitiva en una gama de cuatro filos (un nivel de clasificación de las estructuras), evolucionó a 38 filos en los 10 millones de años siguientes, y -lo que resulta aun más asombroso- ese número de filos no ha vuelto a aumentar desde entonces. La vida estalló entonces en formas complejas y variadas, y todas tenían hambre.
Algunas formas de vida (fósiles) desarrollaron una estructura interna compleja protegida por garras y armaduras. Una teoría afirma que la vida creó ojos primitivos para que todos pudiéramos ver las fuentes de proteína que estaban a mano. Conseguimos desarrollar cerebros y cuerpos más grandes gracias a la fea costumbre de comernos unos a otros. Un hecho que me impresionó en mis tiempos de residente pacifista en Berkeley (California) es que llevemos inscrita en el plan de vida de nuestra especie la necesidad agresiva de conseguir proteínas, sea como sea. La agresión no es solo el resultado de una niñez desgraciada o de un barrio desfavorecido.
Y luego, cómo no, llegó la extinción de casi cualquier forma de vida hace 250 millones de años, en la era pérmica, cuando la naturaleza ya había trabajado tanto para construir por fin un futuro viable para las formas de vida complejas. Parece que en este planeta no están bien sujetos ni los continentes. Hace unos 300 millones de años (en la era mesozoica, que se extendió de 245 a 66 millones de años antes de nosotros, la era de los dinosaurios), existía un solo continente llamado Pangea, que había de hacerse pedazos o dividirse un millón de años después. Hay todo un debate sobre lo que sucedió con él (Science News, 4/4/2015). En general, la temperatura era tropical –perfecta para los dinosaurios-, y así el planeta fue pasando gradualmente de desiertos a bosques, a un clima más fresco, y a la siguiente catástrofe.
Nada nos ha preparado para entender la tremenda arbitrariedad de una Tierra cuyas prioridades se inclinan hacia los volcanes y los meteoritos y hacia la escasez de oxígeno, una Tierra que no muestra la menor predilección por nosotros. Millones de años después, hace 3,6 millones de años, cuando los continentes ya habían tenido tiempo para distanciarse mucho, el Ártico estaba cubierto de bosques boreales; y a la vuelta de 2,2 millones de años, al final del Plioceno, el norte se había vuelto más frío, marcando el inicio de la glaciación. Hubo más edades de hielo después; la más reciente duró desde hace 110.000 años hasta hace 12.000, y ha sido la última hasta ahora.
La violencia y los arrebatos destructivos de un mundo que se agrede a sí mismo nos dejan como pulgas en el lomo de un perro salvaje. No hay nada que nos dé seguridad en esta historia de la creación tardía… lejos de ello. No existe ningún gran Padre o Madre de la Evolución que cuide de lo que hacemos en lo que antaño fue ingeniosamente concebido como un seguro jardín terrenal. Sentimos pasión por conocer la verdad de nuestra existencia, más allá de sus manifestaciones, pero el creador en el que yo creo no se reduce a nada que podamos imaginar fácilmente. Si queremos vislumbrar la mano del hacedor, entonces la ciencia, la experiencia mística y lo que se ha llamado gracia, a lo que yo añadiría la simplicidad, deben llevarnos contra toda arrogancia hacia estados sostenidos de no saber, como único punto de contacto.
La presencia de Dios está fuera y más allá de esta narración evolutiva. La inteligencia que vemos escrita en el universo y en los universos habla de una presencia brillante e inconcebible. En la narrativa religiosa, se da un desconcertante empequeñecimiento de lo milagroso para guiar y mantener el imperfecto camino de nuestras vidas en su viaje hacia la luz. La realidad espiritual de las tradiciones religiosas habla del amor de Dios por nosotros y de nuestra inmortalidad, de nuestra inmunidad a la muerte, como puntos de luz. Nuestra precariedad es tan solo una experiencia, no es nada permanente. Estamos viviendo dos grandes mitologías del cuerpo y del espíritu… pero alrededor del cuerpo.
En este momento de la vida en la Tierra, ¿quiénes somos realmente sino los cráneos de quienes nos precedieron, nuestros antepasados, cuyo ADN adaptado nos define ahora? Seguramente habrán oído hablar de Lucy, de 3,2 millones de años de edad. Desde hace poco, se piensa que murió al caer de un árbol muy alto (de cuatro pisos de altura), por las múltiples fracturas de sus huesos (Nature, 8/29/16, recogido en Science News, 9/17/16). Su cerebro tiene el mismo tamaño y forma que el de un simio, un cuarto del tamaño de nuestro cerebro. Lucy era bípeda, pero, obviamente y para su desgracia, sabía trepar a los árboles. Su pelvis era corta y ancha como la nuestra, ya no larga y plana, y redondeada para que los músculos pudieran hacer palanca para sostenerla de pie. Lucy representa nuestra primera diferenciación de nuestros primos trepadores. En lugar de alimentarse solamente de hojas de árboles y frutos del bosque como los chimpancés, Lucy se había apuntado también a la dieta de las praderas. Se supone que, hace 10 millones de años, el planeta se volvió muy frío durante unos cuantos millones de años. Sin agua en África, muchos de los bosques desaparecieron y nuestros antepasados no tuvieron más remedio que cambiar los árboles por las llanuras, y comer tubérculos y hacerse recolectores. Y progresamos y, por supuesto, algo entramos en calor. De 3,4 a 2,5 millones de años más tarde, estábamos matando animales, y hace 1,8 millones de años cazábamos ya presas de gran tamaño.
El fósil más antiguo de los comienzos de la familia humana se encontró en el Chad, en África; su antigüedad se calcula en unos siete millones de años, y se le llama el “hombre del Sahel”, por el nombre de una parte de África que está al sur del desierto del Sahara. Se comprobó que un cráneo y algunos fragmentos de mandíbula se alineaban, no como los de un gorila con respecto al torso (con un ángulo de 45 grados), sino en posición vertical (Walter, 2013). Hace poco se hallaron en África Oriental unas herramientas de piedra de 3,3 millones de años de antigüedad (Science News, 6/13/2015). Hasta ahora, hemos identificado 28 intentos de nuestra especie, de los que Homo sapiens sapiens es el único superviviente, aunque transporte material genético de nuestros antepasados extinguidos.
La historia que queremos contar a partir de Lucy es que la especie humana bajó de los árboles al suelo, que luego desarrollamos piernas más largas con la inclinación adecuada para correr mejor, y que nuestra pelvis se hizo primero más ancha y más corta, y luego más profunda para ajustarse a una cabeza/cerebro más grande. Pero, hace poco, alguien descubrió el homínido Ardipithecus Ramidus, de 4,4 millones de años de edad, de 1,20 metros de alto y de piernas aparentemente más largas, una criatura mucho más avanzada que Lucy en la evolución hacia la especie humana. Del descubrimiento de Ramidus podríamos deducir una conjetura histórica totalmente diferente, que arroja dudas sobre todas las suposiciones anteriores (Bower, 2012).
Sin embargo, podemos observar que la zona de la boca retrocede en relación al resto del cráneo a lo largo del tiempo, la protuberancia de las cejas pierde prominencia y, al aplanarse la cara, el olfato deja paso a la vista. El Homo ergaster, con su angulosa protuberancia en las cejas y su gruesa mandíbula – mi segundo cráneo -, de 1,8 millones de años de edad, representa ya un gran avance. Es posible que supiera hacer fuego, y ciertamente herramientas, aunque no tenemos pruebas irrefutables sobre el fuego hasta los últimos millones de años. Del Homo ergaster nació el Homo erectus quien, con una capacidad cerebral de dos tercios de nuestro cerebro actual, se remonta a unos 1,7 millones de años. Colocado encima de mi escritorio, Homo erectus parece realmente mucho más “como nosotros”. Para entonces, habíamos desarrollado una pelvis más ancha y más profunda, piernas largas para recorrer grandes distancias, y un pie arqueado cuyo primer dedo soporta el 30% del peso cuando caminamos o corremos. El Homo erectus lo tenía todo a su favor, pero le tocó la desgracia de extinguirse.
El Australopithecus afarensis (Lucy), como los demás simios (sin cola) de hace tres millones de años, seguiría sin duda las costumbres de sus semejantes, según las cuales el macho más grande era quien propagaba la especie con las hembras mucho más pequeñas, mientras los machos más enclenques desaparecían discretamente por el foro, decepcionados. Pero, de alguna manera, en el millón de años siguiente, desarrollamos el sistema del vínculo de pareja, con el que muchos de los machos tenían novias/esposas permanentes. En consecuencia, en el Homo erectus se moderó la diferencia de tamaño entre machos y hembras. Según Nick Wade (p. 168), lo que nos define como seres humanos es el vínculo de pareja, la reciprocidad, el lenguaje y la religión (con alguna que otra discrepancia en cuanto a la inclusión de la religión).
“Tenemos algunas capacidades notables como seres humanos, que nos permitieron perseguir a la comida de pies ligeros hasta cansarla y que perdiera velocidad. La fascia envuelve nuestros músculos y órganos, la ‘fascia profunda’, un elástico flexible que conecta músculo con músculo, formando espirales continuas desde los pies hasta la frente, girando unas alrededor de otras como las hebras de la doble hélice. ¿Qué sentido tiene? Nuestro cuerpo está organizado como el complejo arco de un arquero. Un tejido superelástico une nuestro pie izquierdo con la cadera derecha, y la cadera derecha con el hombro izquierdo, y es mucho más resistente que cualquier músculo”. (McDougall, p. 69)
Al cabo de varios millones de años de adaptación, con hombros abultados por las fascias, los ligamentos y los tendones -a diferencia de los simios-, nuestra especie aprendió a arrojar lanzas y rocas con la fuerza de una honda. Nuestros hombros eran más bajos, nuestras muñecas más flexibles, nuestros brazos rotaban más y nuestras cinturas tenían más giro. (McDougall, p. 74–75)
Y durante un momento, Homo erectus estuvo sentado en mi escritorio; y sin lenguaje verbal ni fascias, estuvo comunicando mucho y muy fácilmente, aunque yo no entendiera. No hay nada malo en que nos visite lo desconocido en una forma aparentemente familiar durante bastante tiempo. Es una forma de despertar, o bien de irse a dormir.
Algunos suponen que el Homo heidelbergensis acabó engendrando al Homo sapiens en África; y también a los neandertales en Europa… es decir, Homo neanderthalensis. El hombre de Neandertal tenía un cerebro una quinta parte mayor que el nuestro, y más hocico, no tenía esa cara plana que favorece la vista sobre el olfato. Sigue habiendo discrepancias sobre si sabía hablar o simbolizar a través del arte y de los rituales. Mi visitante neandertal tiene 125.000 años, pero su gente murió hace 30.000, aunque no sin dejarnos a nosotros, Homo sapiens, el 4% de su código genético. Svante Paabo y su grupo del Instituto Max Planck han decodificado el ADN del neandertal y descubierto que es una especie antigua, que data de hace trescientos o cuatrocientos mil años, a diferencia del Homo sapiens. Los restos de hace 100.000 años hallados en cavernas en el monte Carmelo, en Israel, sugieren un posible lugar de encuentro de las dos especies, en el que las herramientas utilizadas eran idénticas (Paabo, p. 197–208). Recientemente, se encontró en España evidencia del uso del fuego por europeos hace 800.000 años en una cueva (Science News, 7/9/16: “Los europeos hacían fuego hace 800.000 años”, Bruce Bower).
Según Steven Mithen, el Homo sapiens apareció en África hace 130.000 años durante un duro periodo glacial, y el primer esqueleto se encontró en Omo Kibish, en Etiopía.
Esta nueva especie se comportó de manera bastante diferente a las que la precedieron: los registros arqueológicos comienzan a mostrar vestigios de arte, rituales y una nueva diversidad en la tecnología, que reflejaban una mente más creativa. H. Sapiens reemplazó rápidamente a todas las especies humanas existentes, empujando a los neandertales y a H. Erectus a la extinción. (Mithen, p. 10)
Daremos ahora un salto en el tiempo hasta el cráneo del hombre de Cromañón: es francés y tiene 30.000 años, y quiero pensar que estaría creando ingeniosas herramientas y pinturas rupestres. Por la hendidura en la frente de su moderno rostro, parece que llevó las de perder en una pelea cuerpo a cuerpo. Tengo entendido que el hombre de Cromañón tenía un cerebro más grande que el nuestro, de 1600 cm3. La verdad es que me molesta un poco. Tampoco se le ve tan grande, ni tan inteligente. Tengo entendido también que probablemente no fuera solo la proteína de buena calidad la que desarrolló el tejido cerebral. Irónicamente, el hambre ayuda a aumentar el tejido cerebral y reduce la duplicación celular en el resto del cuerpo, y así prolonga la vida.
Pero no solo pienso en la historia cuando miro estos restos antiguos de nuestra lucha por lograr objetivos improbables. Apoyados en mi escritorio, sus rostros me recuerdan, como cualquier monje o fenomenólogo, que tenga presente mi propia muerte. Estos cráneos, junto a la tradición judeocristiana/clásica, más bien abriéndose camino a codazos detrás de ella, son la nueva narración de quien soy, el linaje que me ha dado la vida contra todo pronóstico, sobreviviendo en una Tierra que no es madre, cuya naturaleza, con toda su generosidad, es despilfarradora, violenta e indomable, como tantas veces lo somos nosotros mismos… tal vez la madre que merecemos. Estos cráneos me hablan de juventud, alegre, inmortal, fuerte, aterrorizada, amando la tierra siempre como si fuera la primera vez, e implacablemente segada como la hierba.
Y, después de todo esto, quizás se esté preguntando usted: ¿de dónde le vienen a este tipo esa extraña obsesión por los cráneos, estas sesiones de espiritismo con réplicas de plástico? ¿Es que nos lo está recomendando?
No hace tanto, entré en análisis para hacerme psicoanalista. Por muchos motivos estaba destinado a ser analista jungiano; y, sin embargo, leía sobre las relaciones de objeto de la escuela inglesa, inicialmente a Klein, una de las primeras psicoanalistas corporales, fascinado por su estudio del desarrollo primitivo del sí mismo. Los grandes maestros con los que yo estudiaba entonces enseñaban en el Instituto de Psicoanálisis de San Francisco. Me asombró ser admitido en el Instituto de Psicoanálisis del Norte de California en 2003, y recibir la certificación en 2009.
Cuando veía a mi analista en el centro de Berkeley, se me ocurrió ahorrar aparcando en el estacionamiento de la librería Barnes and Noble. Para no ser identificado como el aprovechado (genuino estafador) que era, entraba y salía a cada vez por la librería; y yo iba a análisis tres a cuatro veces por semana. Llegué prácticamente a vivir en la tienda, porque su comprador de libros de naturaleza era un genio. Compré toneladas de libros sobre evolución, antropología, neurociencia y conciencia. Poco a poco, caí en la cuenta de que esos astutos demonios me habían atraído a su estacionamiento para explotarme, como una especie de Venus atrapamoscas. Tal vez sea pura coincidencia, pero esa sucursal cerró justo cuando terminé mi análisis.
Como mencionaba más arriba, descubrí que los mismos genes que creaban las patas delanteras de una mosca eran los que creaban alas, y también los que creaban mis brazos; que la naturaleza rara vez empieza desde cero, sino que construye repitiendo estrategias pasadas y adaptándolas. En este caso, mediante un interruptor binario llamado gen Hox, todas las variaciones de patas, brazos y alas, con sus enormes diferencias de tamaño y naturaleza, consiguen organizarse mediante elecciones evolutivas. Esas estructuras evolutivas me llenan de asombro, tal vez como el que sentía Einstein cuando habló de la inteligencia que llamamos Dios.
Y por si fuera poco, en Berkeley hay una tienda increíble en la avenida Solano llamada The Bone Room [La sala de los huesos], y ahí es donde me encontré yo comprando réplicas, con esa necesidad que me entró de tener una calavera que me mirara a los ojos. Pensé que quizás entendería quién me estaba mirando desde tiempos tan remotos, así que compré más. Y, cuando cada pocos meses me ataca el ansia de comprar más restos, me justifico con que esos cráneos, como profesor, son un material increiblemente útil.
¿Por qué es tan importante para mí el cuerpo evolutivo, junto con el psicoanálisis, y forma una parte tan importante de lo que enseño en la consulta y en la Facultad? Del mismo modo que el teléfono celular relegó al teléfono fijo a las sombras, el lenguaje verbal ha convertido nuestro cuerpo en un sonido. Tenemos cuerpos hechos de palabras. Nuestra imagen corporal llega a China valiéndose de videoconferencias aleatorias en Chatroulette. Tenemos un sí mismo que viaja ligero.
La clase que imparto en terapia analítica/corporal nos sintoniza con los anteriores lenguajes que en su día dejamos a un lado. El gen del lenguaje verbal, “foxp2”, apareció hace aproximadamente 120.000 años aunque, a juzgar por nuestro desarrollo de sus herramientas, no fuimos demasiado hábiles verbalmente hasta hace unos 50.000 años. Pero mucho antes del lenguaje verbal, supervivientes a tantas destrucciones de la evolución, éramos una especie inteligente, siempre joven, y hablábamos por los codos con gestos e imágenes expresivas, porque así es como piensa el cuerpo.
El desarrollo del lenguaje verbal se aceleró con una segunda revolución prodigiosa. Entre hace 40.000 y 20.000 años (un sinfín de dientes fosilizados nos cuentan este hecho sorprendente), comenzamos a vivir más de treinta años, sobreviviendo a enfermedades y accidentes (Pringle, p. 49–55). Claro que hay mucha vida antes de los treinta. Podemos reproducirnos, podemos identificar cientos de plantas que se comen, podemos tejer cestas y construir un refugio. Podemos cuidar un fuego y podemos saltar a lomos de una presa grande armados de nuestra lanza.
Sin embargo, no sé cómo serían ustedes a los treinta, pero yo no creo que hubiera mucho pensamiento ni mucho escrito reflexivo… no hasta que empezamos a vivir vidas más largas. Desarrollamos un alfabeto hace 3800 años. Nos tomamos en serio la escritura en torno al siglo VIII a. C., cuando los griegos adoptaron el alfabeto fenicio. En algún momento, la agricultura nos libró de vagar ansiosos, comisqueando sin parar, deteriorándonos demasiado jóvenes y expuestos a terribles accidentes. Y -lo que es aun más sorprendente- los complejos mecanismos que nos llevaron a leer y escribir, tan exclusivos de nuestra especie, tuvieron que desarrollarse dentro de las limitaciones de nuestro cerebro de primates. (Dehaene, p. 8)
Logramos desarrollar la agricultura y domesticar animales, y lo hicimos en sociedades primitivas que vivían al día. Según el eminente antropólogo Claude Lévi-Strauss, las sociedades primitivas funcionan con estructuras y acuerdos igualitarios. Y la escritura marca el paso de las sociedades primitivas a las sociedades modernas. Cuando, en una conversación con Georges Charbonnier en 1959, se le pidió que definiera la diferencia entre las sociedades primitivas que había estudiado y las sociedades civilizadas, Lévi-Strauss describió el cambio de una sociedad primitiva en equilibrio estable a una sociedad civilizada, inherentemente desigualitaria, como un desequilibrio provocativo, un trastorno esencial que se convierte en fuerza generadora de un desarrollo y una diferencia perturbados:
“De modo que el único fenómeno que, siempre y en todo el mundo, parece estar relacionado con la aparición de la escritura (y no solo en el Mediterráneo oriental, sino también en China en el período más antiguo conocido, antes de la conquista) es el establecimiento de sociedades jerárquicas compuestas de amos y esclavos, donde una parte de la población es obligada a trabajar para la otra” (Claude Lévi-Strauss p. 29–30).
Sabemos desde hace mucho que no aguantamos grandes dosis de realidad. Tenemos que desmenuzar la realidad en porciones fáciles de digerir. No solemos ver demasiado, solo lo que nos viene bien en ese momento. El lenguaje verbal ha asumido la importante tarea de bloquear las sensaciones corporales, a través de la abstracción y de la disociación. Una vez liberados de las perniciosas demandas del cuerpo a través de la palabra hablada, de la escritura y del pensamiento analítico, nos hemos declarado independientes de las dificultades emocionales de una vida centrada en el cuerpo. La mente liberada salió de la casa a conocer mundo sola, como si no tuviese familia, una hija pródiga que se gastó toda su herencia pero aún se negaba a volver a casa. Sus aposentos y compañeros sempiternos son libros, revistas y computadoras, una brillante pero costosa forma de liberarse de las circunstancias y de la cultura actuales.
Y por eso yo regreso a los tiempos en que todavía no existían los libros.
No creo que hayan sido solamente los cráneos los que me reconectaron con mi humanidad corporal como una estructura importante del mecano de la evolución. Absolutamente derrotado por las palabras, necesité una larga rehabilitación de psicoterapia somática para volver a la dolorosa experiencia corporal de la que había escapado como por arte de magia. Y, una vez encarnado, fue la neurociencia la que me explicó cómo los seres humanos desarrollamos un sí mismo pasando de una conciencia nuclear, un “proto-sí mismo”, al “sí mismo autobiográfico” que describe Antonio Damasio en La sensación de lo que ocurre. En pocas palabras, lo que más me diferenció de mis hermanos mamíferos fue el desarrollo de este córtex prefrontal que hacía planes, contenía impulsos y se reconocía a sí mismo en la reflexión, un sí mismo que podía construir su propia historia y verse como un objeto permanente en un contexto más amplio, un sí mismo autoconsciente con una función simbólica… un sí mismo capaz de sentirse libre como un pájaro, de inventarse que había escapado de momento a la jaula artificial del cuerpo.
Solo entonces experimenté mi semejanza con mi gato… me vi tan parecido a él, con la conciencia incipiente de sentimientos y emociones, con un sistema sensorial interno que evalúa la experiencia interna y externa (Sohms), todo igual de complejo, y paralelo salvo en el sí mismo capaz de volar. Por lo demás, yo mismo no era tan diferente de los ciervos que vagaban alrededor de Berkeley libres de correa, esos mismos ciervos que se comen mis plantas favoritas y que me hacen soñar con una casa sin electricidad en el campo y con otro tipo de vida.
Por eso me parece raro que el psicoanálisis se haya ido tan lejos del cuerpo, de la enfermedad psicosomática, de un psicoanálisis verdaderamente somático, porque resulta que la extraña realidad es que nuestro cuerpo no es una jaula artificial, sino que nos sigue a todas partes como un mamífero, como un perro abandonado. Tal vez creamos que un perro no puede estar a la altura de nuestro elevado discurso.
Enseño a mis alumnos a regresar a una época anterior, a la del Homo erectus o neanderthalensis, a una época en que nos guiaban más nuestros sentidos y entendíamos muchas cosas a través del sentimiento y la actitud emocional, el equilibrio y el desequilibrio, la contención y la relajación, la diversión y el juego, la postura y el gesto, todas las inteligencias de las que está dotado el cuerpo.
Les digo a mis alumnos que hay al menos ocho lenguajes, y que el último es el verbal: los enumero y los describo en términos generales: instinto; sensorio-motricidad; emoción; los seis sentidos; patrones, números y formas; arte, música y danza; secuencias y constructos gramaticales; y lenguaje verbal. Quiero que mis alumnos “vean” la energía cuando se detiene y se pone en marcha, y que entiendan que no es nada extraordinario. Quiero que sientan el cuerpo antiguo que ha sobrevivido.
Cuando algunas personas bailan juntas, no sucede nada, no hay magia, aunque las dos lleven el ritmo. Son dos personas tropezando una con otra, saltando y moviendo los brazos. Pero si uno mira un poco a su alrededor, acaba viendo a alguien que se expresa con un algo exquisito, algo para lo que no hay nombre, pero que impacta como arte natural; y, a veces, dos de esas personas que hablan el desconocido lenguaje corporal conversan entre sí, y las conversaciones sin sentido se van apagando por sí solas.
Todos retroceden, y abren un círculo para mirar. Ahí es cuando vemos el cuerpo evolutivo sin disfraz y vibrante, sofisticado, coherente y nítido, ajeno y a la vez absolutamente familiar, porque nuestro cuerpo sabe lo que se está diciendo cuando nuestra mente verbal duda. Si después de toda una vida en la ciudad no nos asustan mucho los bosques, nuestro cuerpo también se suelta en la naturaleza de maneras igualmente inexplicables, que nuestra cabeza no puede seguir.
Cuando estudiaba en el instituto y en la Facultad, trabajé durante cuatro veranos en un campamento de canoas en Canadá, en el que salíamos de excursión durante varias semanas. Acabé haciendo un viaje de dos meses que, en su segunda mitad, nos llevó por el río Hurricanaw, que desembocaba en la bahía de Hudson. Cuando llegamos a la bahía, seguimos remando hasta Moosenee y desde allí regresamos en tren. Por humilde que sea esta experiencia comparada con las historias que he leído de supervivencia y de aventuras en tierras inhóspitas, la menciono porque cambió mi concepto de la vida: la experiencia significativa, incluso abrumadora, de la vida es completamente sin palabras; es, en cambio, intensamente visual, visceral y aterradora de la forma más natural. El caso más tópico que viví fue el de los rápidos, que podían acabar con tu vida por un simple error de juicio. Algunas noches miraba al cielo, y la aurora boreal podía haber sido una fiesta salvaje del Olimpo, o el comienzo de una invasión alienígena, algo que no se puede creer.
Todavía hoy veo y siento el río y sus riberas bajas, los rápidos, y recuerdo la enorme luna que contemplamos como posada en el agua, cuando conseguimos bajar los últimos rápidos bajo la lluvia y llegamos temblando a la bahía. Después de un mes en el río, nos habíamos quedado sin tabaco. Cualquiera que haya estado en plena naturaleza sabe de lo que hablo, cómo nos hace sentir menos importantes que un montón de rocas y cómo domina nuestra experiencia. También nos hace vivir otra experiencia poderosa, la de sentir sencillamente que somos parte de algo, no extraños. Por importantes que sean como valiosas alternativas a la exigencia primaria de la naturaleza, los libros van después de la supervivencia momento a momento.
Sin embargo, es al cuerpo evolutivo en la naturaleza al que, dentro de las protecciones de la civilización, vuelvo con toda la atención y toda la presencia que puedo reunir. Una racionalidad civilizada puede empequeñecer la realidad pasando por alto cualquier experiencia que no quepa en un apartamento de un dormitorio. El misterio, la espiritualidad, la mitología, nuestra “experiencia de lo salvaje”, todo aquello de lo que algunos se pueden burlar, es lo que sostiene nuestra humanidad en apuros. La realidad es que el abandono de la experiencia de lo salvaje nos ha sacado de nuestros cuerpos.
Y sin embargo, a menudo, las transacciones más profundas entre mis pacientes y yo, el lugar que más necesita integrarse dentro de nosotros, no tiene palabras y es salvaje, y es cuando estamos allí, desprendidos de nuestra arrogancia, presentes, desarmados, quizás solo con una vaga conciencia del misterio del agua y del fuego, cuando se produce la curación.
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John P. Conger, Ph. D., psicólogo, psicoanalista y Formador internacional en Análisis Bioenergético, es el autor de Jung and Reich: the Body as Shadow (1988, 2004), y The Body in Recovery: Somatic Psychotherapy and the Self (2006).